El “fuego sagrado del ocio” marca la frontera de la barra de Tomasol en el barrio de Villa Urquiza, franja lumpen del ‘40 ajena a la “caravana de sudor” que entra en foco en Siberia blues (1967), desde su apogeo hasta el destierro de la quinta de Saavedra que con la ideología peronista del progreso se convertirá en parque y museo, y barrio obrero ajardinado. Una lente narrativa desapasionada toma secuencias o anda a travelling largo o con pensamiento fotográfico y convoca los diferentes tiempos y espacios que se fragmentan y se corresponden entre sí en una fiesta de los sentidos. La primera persona, ese ‘yo’ niño que miraba desde el alambrado al Obispo, el único chico de la barra,  iniciará con él la fe de la amistad quince años más tarde por el fuego de un cigarrillo, hasta su desaparición a los 30 años exactos (“El obispo ha desaparecido” fue uno de los títulos que pensó Néstor Sánchez para esta novela), pero de cuya mano maestra se deslindan estos personajes que caen en la sombra de la ciudad o de la cárcel, o en la  muerte. Atravesado cada tanto el texto por el resplandor –del patio, de la yegua blanca–, reverbera una escritura de contrapuntos que logra afinar su instrumento con los procedimientos del jazz,  la idea de que en el momento de la muerte los instantes de la vida se combinan como plazca, y la fuerza poética que irradia desde los versos  de “Zona” de Apollinaire. Leer Siberia blues de Néstor Sánchez es sentir –en el cuerpo, en el oído– la música de Buenos Aires, su ritmo indudable a tramos en ineludible trato con el lenguaje local, los significativos nombres de ciudades, barrios y calles, la extrema elipsis de la oralidad y sus  términos y giros reconocidos en su variación, así como los que surgen del juego, el turf, la falopa, o  el robo. Un repertorio certero y del detalle graba a su gente y su mundo fuera de las normas en uso, porque en la escritura de Sánchez  se “decide” y “deforma” en radical renovación la novela del '60.

Siberia blues - Néstor Sánchez

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El “fuego sagrado del ocio” marca la frontera de la barra de Tomasol en el barrio de Villa Urquiza, franja lumpen del ‘40 ajena a la “caravana de sudor” que entra en foco en Siberia blues (1967), desde su apogeo hasta el destierro de la quinta de Saavedra que con la ideología peronista del progreso se convertirá en parque y museo, y barrio obrero ajardinado. Una lente narrativa desapasionada toma secuencias o anda a travelling largo o con pensamiento fotográfico y convoca los diferentes tiempos y espacios que se fragmentan y se corresponden entre sí en una fiesta de los sentidos. La primera persona, ese ‘yo’ niño que miraba desde el alambrado al Obispo, el único chico de la barra,  iniciará con él la fe de la amistad quince años más tarde por el fuego de un cigarrillo, hasta su desaparición a los 30 años exactos (“El obispo ha desaparecido” fue uno de los títulos que pensó Néstor Sánchez para esta novela), pero de cuya mano maestra se deslindan estos personajes que caen en la sombra de la ciudad o de la cárcel, o en la  muerte. Atravesado cada tanto el texto por el resplandor –del patio, de la yegua blanca–, reverbera una escritura de contrapuntos que logra afinar su instrumento con los procedimientos del jazz,  la idea de que en el momento de la muerte los instantes de la vida se combinan como plazca, y la fuerza poética que irradia desde los versos  de “Zona” de Apollinaire. Leer Siberia blues de Néstor Sánchez es sentir –en el cuerpo, en el oído– la música de Buenos Aires, su ritmo indudable a tramos en ineludible trato con el lenguaje local, los significativos nombres de ciudades, barrios y calles, la extrema elipsis de la oralidad y sus  términos y giros reconocidos en su variación, así como los que surgen del juego, el turf, la falopa, o  el robo. Un repertorio certero y del detalle graba a su gente y su mundo fuera de las normas en uso, porque en la escritura de Sánchez  se “decide” y “deforma” en radical renovación la novela del '60.